Sana sana

Memo siempre la buscaba por la orilla del estanque al atardecer. Allí casi sin falta estaría refrescándose, sumida en el fango capeado de algas. Sus ojitos eran canicas que lo invitaban a jugar. De haber sido posible le hubiese atrapado todas las moscas del pantano para servírselas bien peladitas de alas y a la boca, una por una. No le importaba que lo etiquetaran sapo y que ella dizque rana. Solo ella hacía que su corazoncito diera brincos. Nada le importó que por andar siempre atrasito de ella le decían colita de rana. Era su santo remedio ante todo mal.

Memito, el sapo enamorado

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